Pancratium
Todo empezó con un simple brote. Hacía días que mi cama se había llenado
inexplicablemente de alguna especie de sustrato. Raro, porque yo apenas me
había movido en todo aquel tiempo. Pasaba las horas mirando el techo de aquel
enfurecedor amarillo pastel, tan insípido como rancio, tratando de retener dos
segundos de concentración en medio de la debacle de imágenes y pensamientos
para poder masturbarme. Era una labor costosa, pero por pura estadística en
determinado momento debía lograrlo. Y así lo hacía: cinco, seis; a veces hasta
ocho veces cada vez era para lo que le llegaba a mi cuerpo a correrse durante
mis cortas vigilias entre días y noches, que ahora habían acabado de perder su
significado.
Recuerdo que la primera vez que lo vi, fue después de masturbarme por
quinta vez en una de estas vigilias. La ventana que daba al deslunado sugería
que serían las siete de la tarde aproximadamente; ¿pero acaso no es siempre esa
hora en febrero? El caso es que mi semen impregnaba mi propio vientre, ya que
hacía semanas que había desistido de usar papel. Al principio me daba asco,
lástima, vergüenza; pero con el tiempo lo había llegado a relativizar. Lo
cierto es, que no me desagradaba el fuerte olor que había invadido mi
habitación: si cerraba los ojos, podía imaginarme en un estival mediodía
valenciano, podía perderme entre los bancales azotados por la sequía y lamer
las quebraduras sobre su blanca tierra; podía venerar el inquebrantable poder
de la regenta solar e implorar sus laceraciones sobre mi cuerpo; podía oler las
flores del algarrobo y al varear, dejar que sus oscuras vainas y semillas
llenasen mi boca y rozasen tan suavemente mis pezones...
Pero ahí estaba, preguntándome como aquella arenilla había llegado a mis
manos y a mi ombligo, y a todos los pliegues de mi cuerpo-cama. Pero realmente,
tampoco importaba –pensaba mientras sacudía la arena–, sería una anécdota más
en mi búsqueda del fondo de la depravación, como aquella mano inocente que
lanza una cerilla al abismo, sin saber que en el fondo espera su llegada con la
boca abierta un aletargado océano de metano. Coloqué mi mano aún pegajosa sobre
mi pecho, y con el olor de mis propios vapores, me amodorré pensando en el
súcubo que vendría a rescatarme de mi enfermizo aburrimiento. No obstante al
despertar, lo que encontré fue un solitario brote irguiéndose sobre mi ombligo.
Al principio lo miré extrañada, luego con curiosidad, y finalmente con
divertimento: esta sin duda era una nueva conquista. Deslicé mi índice por mi
pecho perlado en sudor caliente y semen seco hasta alcanzar la eterna labilidad
de mi vientre, allá donde se alzaba la bestia. Palpé con delicadeza lo que antaño
había sido mi ombligo, y que ahora constituía el chiquito alveolo en el que
subsistía esa pobre alimaña. Acaricié con compasión y ternura su solitario
cotiledón, y reemprendí, renovada, mi impío cometido de retozar con y sobre mi
cuerpo caído en desdicha.
La encina abrazaba la trufa con viciosa codicia y vigor, mientras las
esquirlas de la brossa a compás, dictaban la sonata de la espurna. El incendio
arrasaba indistintamente a conejos y turones, oliveras y brezos; hasta
detenerse finalmente en la estoica carrasca, que con ensayada cortesía,
finalmente sucumbía al desastre. Y así concluía, vez tras vez tras vez, el
obsesivo verano: con una gota fría que sadísticamente erosionaba la virginal
piel de la lujuria. Pero esta vez, la lluvia no cayó en balde, no; esta vez fue
la bestia en mi ombligo quien tragó agradecidamente el santo fantasma.
Y así, temporal tras temporal, el cotiledón se hizo hoja, la hoja hebra, y
la hebra finalmente matojo. Llegada a este punto, mi piel descamada resemblaba
cada vez más la consistencia correosa de una duna, siendo mi cama la restinga
que protegía el inocente salobre del mundo de la causticidad de mi deseo de
salitre. La lánguida pereza había desaparecido con la misma rapidez con la que
la bestia había crecido sorbiendo de mí, habiendo a su vez la manía, sustituido
al sagrado erotismo. Notaba que sus raíces me inyectaban lenta e inconspicuamente
un veneno espantoso en mis entrañas, que demandaba más y más y más de mí. Hasta
que finalmente, sucedió.
El rizoma pareció despertar, como tomando conciencia de su hospedía en un
cuerpo ajeno; a lo que decidió abandonarse así como yo me abandonaba a éste.
Noté sus radículas hacerse dentellantes raíces al contacto de mi inconsistente
piel, y surcaron en ésta como el gusano penetra en la herida infecta.
Centenares de raicillas se desperdigaron vertiginosamente sobre mi intestino,
el cual empezaron a rodear suavemente en un sádico abrazo hasta trazar su
perfecta topografía maltrecha. Sus largas hojas reaccionaron a los tropismos de
mi sexo desnudo, y lo envolvieron hasta la asfixia pulsátil, dejando que
latiese en agonía y rogando la piedad tanto o más como el castigo. La planta
demoníaca se retorcía dentro de mí, lamiendo mis vísceras y desangrándome tan,
tan dulcemente, y yo tan inútil como ceremoniosamente tiraba de su matojo para
arrancármelo del vientre, derramando en el proceso bancos de arena por las sábanas, a lo que la planta ahorcaba a su huésped con más vigor
entre sus glaucas hojas sedientas únicamente de todo lo que habían conocido: de
mí. Mis yeyunos eran ensartados y mi sangre succionada con harto vicio, y yo
sentía como si realmente jamás podría despejar la verde cabellera de mi
inocente vientre, como si fuesen uno en un devorar harpío y malsano y su veneno
se hiciese mi sangre y mi sangre su veneno.
Cuando hubo chupado suficiente de mí, pero sin dejar de hacerlo, creció de
su bulbo un capullo, que al apenas divisarlo emerger, desapareció entre mis
piernas, ahora maniatadas en un rizoma que las acariciaba, y lenta pero
firmemente las separaba, forzando mis aductores al tierno desgarro y gimiente
fallo, a otra abertura que penetrar con sus sacrílegas hojas. Y el capullo
bajó, y bajó, hasta arremeter con timidez contra mi ano, el cual
vergonzosamente devoró al vegetal, asfixiándolo también al inrevés a que
trabajase esclavo a su vicio.
Yo tiraba de la mata esperando su succión, y sus hojas cortaban la piel y las venas de mi glande amoratado y mi ano reclama más grosor y más vicio deslizante y el rizoma subía por mi espina dorsal y parasitaba mi sistema nervioso para condenarlo indistintamente al dolor o al placer.
Un segundo capullo emergió del matojo,
pero esta vez se arrastró sinuosamente por mi pecho, lamiendo mis costillas y
aureolas. Rodeó con ternura y vehemencia mi cuello, y cuando mi tráquea estaba
lo mínimamente abierta para dejar pasar un fino hálito de aire, se detuvo sobre mi cara. Lentamente, mientras el maquiavélico mecanismo arreciaba
en su tortura, el capullo empezó a desenvolverse delante de mi vista. Las
raíces seguían su incesante marcha por el desierto de mi columna vertebral, escalando disco a
disco hasta su anhelada cumbre. El turquesa cedió lentamente al glauco, y el
ovoide a la geometría perfecta del lirio: seis tépalos en cáliz rodeando a seis
estambres en espiral, reflejando como espejo de mi vergüenza la tibieza de mi
deseo estéril, lo yermo de mis ojos pardos sobre lo baldío de su blancura; y la
descarga de polen amarillo pastel, sobre mis pestañas carentes de otro
propósito, ahora que su última raíz penetraba mi hipófisis.
Luego la marchitez del orgasmo, y el verano desvaneciéndose en nuestros
zarcillos viciados la una alrededor la otra. Ninguna de las dos sobrevivimos a
Septiembre.